Cicatrices
Una cicatriz es la señal que queda en los tejidos orgánicos después de curada una herida o llaga. Se habla de restañar una herida, y, de acuerdo con la gravedad de las provocadas por arma, lamentable azar o mano propia o ajena, lleva tiempo cicatrizarlas; pero esta sería una acepción que atañe a la patología porque existen otras heridas que, a veces, tardan mucho más en cicatrizar o no lo logran jamás. Hablo de la flagelación de nuestra memoria. Son las heridas que se producen en el alma; las que desgarran el espíritu, acuchillan el ánima o nos desamparan. Son las cicatrices de un pasado que no soporta su propio peso. “Tengo la profunda sensación –dijo Marguerite Yourcenar en la entrevista que le hizo Mathieu Galey– de que todo acontecimiento, feliz o desdichado, deja un rastro indeleble, una cicatriz. Lo terrible es pensar hasta qué punto nuestra época está mal ‘cicatrizada’, llena de llagas purulentas, de odio, de deseo de venganza, de rencor”.
El régimen bolivariano, para poner un ejemplo, no solo está dejando cicatrices en el rostro de mis ilusiones democráticas sino desfigurándolo con tanta saña y perversidad que se le hará difícil a cualquier demócrata del mundo reconocer en mí su propio rostro. En espacios más trágicos, la sucia guerra en el Vietnam es un triste ejemplo de peores cicatrices porque están marcadas por el napalm, la guerra bacteriológica o las bombas solo matagente. Las actividades desarrolladas en los laboratorios de la ciencia, utilizadas luego con propósitos políticos para despedazar la vida humana, también provocan heridas profundas difíciles de cicatrizar. ¡Que lo digan los habitantes de Hiroshima y de Nagasaki o Harry Truman que maduró la orden de lanzar las bombas mientras el barbero, en silencio, lo afeitaba en la Casa Blanca!
El Zyklon B, aquel pesticida a base de cianuro fabricado por la IG Farben utilizado para asesinar a millones de judíos en los campos de concentración nazis; los crímenes y millones de muertes perpetradas por Stalin, Mao Zedong y muchos otros sátrapas son cicatrices abiertas que se activan y se remueven en el hervor de la memoria y en la desolación de nuestros espíritus.
John Milton aseguraba que el rostro de Satanás estaba surcado por las cicatrices del rayo, y vi dos esculturas de Ana María Mazzei en una galería de El Hatillo que tienen cicatrices producidas por la furia interior de su autora. Sin embargo, Rafael Cadenas observó que “crece sobre cicatrices la rosa de un mediodía”. ¡Cicatrices en el arte! Pero insisto: hay heridas que por más esfuerzo que hagamos tardan en cicatrizar: un amor derrotado, las ofensas, los agravios, la indignidad, el desprecio a los otros, la delación y la deslealtad; la exclusión, cualquiera que sea su origen o naturaleza, porque lesionan o maltratan el carácter sagrado de nuestras vidas.
Y me pregunto: ¿cicatrizarán las heridas que el chavismo ha causado en nuestra vida democrática? ¿Se transformarán y permanecerán como simples recuerdos hasta caer finalmente en los pozos del olvido? ¿Podremos olvidar a quienes destruyeron la economía venezolana y marcaron los desventurados traspiés de la cultura, la demolición del conocimiento universitario y el lúgubre hacinamiento de cadáveres en la morgue? ¿Sepultaremos en el fondo de nuestras heridas el oleaje de rencor social y la vulgaridad que Hugo Chávez encrespó en el alma venezolana mientras la corrupción, el narcotráfico y la impunidad se pasean por las calles, a pleno mediodía? ¿Echaremos tierra sobre el adolescente desarmado cuyo cráneo estalló cuando disparó el policía o el guardia nacional y motivó el miserable y descarnado humor de Roy Chaderton? Y me pregunto: ¿cicatrizarán y se borrarán mis propias heridas? ¿Tendré el valor de perdonar a quienes tanto me han herido y ofendido? Más aún: ¿habrá una cirugía capaz de eliminar de mi memoria las ostensibles cicatrices de mis desventuras?
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