21 FEBRERO 2016
Por: Víctor Fernández
El arte es el resultado de la fuerza creativa del ser humano, que impele a expresar nuestros sentimientos más profundos para compartirlos con la mayor intensidad de que somos capaces. A Dios podemos considerarlo como el más grande artista en cuanto es creador de todo lo existente, cuando admiramos la belleza de la naturaleza y nos reconocemos a nosotros mismos a través de la observación del mundo que nos rodea. Por tanto, la mayor obra de arte que podemos contemplar es el hombre mismo, ya que es el culmen de la obra de Dios, hecho a imagen suya:
“Dios creó al Hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó” (Gen 1,27).
Dios ha creado al hombre y la mujer con un valor único e incalculable. Cada alma tiene un valor infinito para Él y por ello nos ha hecho partícipe de su belleza. Una belleza que no radica en un canon estético comercial o sensual de la época en la que vivimos, sino que va más allá cuando es capaz de suscitar en nosotros sentimientos de grandeza, de identidad con Dios, de amor y misericordia.
Hay una foto profundamente conmovedora: Una joven madre besando a su hija de pocos años. En un primer vistazo impacta el hecho de ver sus caras completamente desfiguradas por el ácido con el que fueron atacadas.
Ante este tipo de imagen tenemos dos tipos de actitudes que podemos tomar: apartar la mirada y quedarnos en una repulsión superficial, por el acto horrible que les provocó tanto dolor así como por los resultados del mismo; o fijarnos en ellas, empatizar e intentar adoptar esa misma mirada que tienen la una por la otra, limpiar nuestros ojos y admirar –sí, digo bien: admirar– todo lo que nos transmite.
Esa mujer y esa niña nos interpelan en lo más profundo y si las dejamos, suscitarán en nuestro corazón ternura, amor y misericordia, pudiendo ver la belleza del ser humano en toda su pureza, la belleza del amor que se sobrepone al sufrimiento, la belleza innata e infinita de todo ser humano desde su concepción hasta su muerte, sin encorsetarlo en cánones ni prejuicios.
La misericordia de Dios se extiende a pesar del mal que acecha al mundo, lo sana, lo recupera, lo inunda y lo transforma. Aún en la mayor oscuridad del mal en corazón humano la misericordia puede brillar: ese amor de madre e hija, que representa también el amor de Cristo sufriente por la humanidad entera.
Se puede encontrar la redención a través de la belleza, dejándose inundar por la misericordia. Si aprendemos a mirar con los ojos de Dios, con los ojos del amor y la misericordia, con los ojos del milagro, podremos admirar en este beso tanta belleza como en ‘La Piedad’ esculpida por Miguel Ángel.
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