Formación de nuevos hábitos, adaptación
La adopción de hábitos nuevos en la vejez, resulta accesible en la
medida en la que las condiciones de adaptación le resulten mínimamente
aceptables, esto es, en una atmósfera amable y animadora, y en la que
preferiblemente se conquista su propia ilusión de cambiar.
Por lo demás, la formación del nuevo hábito posee las reglas generales:
para construir una costumbre se requiere un primer tiempo de lucha. Supongamos que
alguien quiere adquirir el gusto por la lectura. Al inicio cualquier cosa le
distraerá, se agotará rápidamente, desesperará por la lentitud con la que
avanza, etc. Sólo después de reiterados intentos, se logra que la lectura sea
aceptablemente cómoda, agradable y espontáneamente ejecutada, sin obligarse
duramente a ello. Desde luego, que antes de este después de lograrlo parece
todo el proceso como artificial, demasiado arduo y penoso, para nombrar las
quejas más usuales.
El problema mayor para la adquisición de un nuevo hábito de adaptación
es que el sujeto mira exclusivamente los inconvenientes y las molestias
inmediatas que le acarrea el aprendizaje o el ejercicio. Frente a tales
dificultades, algunos se irritan y abandonan. Quienes se animan a trabajar para
obtener el premio del después, al final les compensa lo invertido, porque ven
realizados sus deseos de adaptarse placenteramente a la nueva situación.
Podemos encontrarnos con el caso de que un anciano estaría encantado de
encontrarse mejor, física y intelectualmente, pero que se niegue a realizar los
sacrificios necesarios para ello. Los resultados no se consiguen por arte de
magia.
Hay ancianos a los que les resulta muy ingrato hacer esfuerzos para
adaptarse a su situación. Se deprimen con facilidad, se irritan y se quejan
que, a su edad tengan que seguir soportando engorros. Su tendencia a la
comodidad choca con la idea de luchar por un placer mayor. Por esta razón
corren el peligro de que un excesivo conformismo les conduzca a la idea de
derrota, a dejarse llevar por una idea de fatalidad, a la que en buena parte
contribuyen al no luchar en lo posible contra ella a fin de evitarla..
Las personas que rodean a estos últimos ancianos se ven envueltas en un
delicado conflicto moral: por un lado quieren servir al anciano, pero el
anciano quiere ser ayudado en el sentido de que se le ahorre en lo posible todo
esfuerzo doloroso, mientras que por otro lado, las personas que lo atienden
desean hacerlo en el sentido que a ellas mismas les parece mejor para el
anciano. Cómo solucionar el conflicto?.
Hay que comprender que imponer una ayuda por el otro no desea es caer en
una tiranía, y que renunciar por completo a la personalidad del que tiene que
ayudar para complacer al anciano en todo es caer en una especie de esclavitud.
Si pensamos en términos de una solución aceptable para todos habrá que actuar
afinando la puntería, y no actuando con precipitación. Para ello se ha de
comenzar un proceso de seducción para llegar a convencer al anciano de en qué
medida se beneficiaria de un cambio, hasta que éste le resulte espontáneamente
apetecible. A continuación, valorar con él el esfuerzo que se ha de invertir, y
la manera de que sea aceptable (con qué ritmo, la influencia de la aceptación,
los pequeños avances que se realizan, el apoyo constante con el que se le
acompaña, que no está obligado a nada si no lo quiere realmente, etc). Si es
anciano acepta la transacción, y el ayudante también tiene en cuenta las
dificultades específicas del anciano, la relación de ayuda reviste las
características más productivas y benéficas, en las que hay tanto afecto libre
y generoso como afán de superación. Después se trata de acompañar al anciano
durante todo el proceso, de manera de no dejarlo en la estacada cuando tiene
dificultades, o de corregir los ritmos cuando no sean los adecuados, así como
para poderlo animar en los momentos de desánimo que en todo aprendizaje hay.
De esta forma podemos llegar a la conclusión de que la solución frente
al problema moral des desacuerdo en el sentido de la ayuda es superada a
satisfacción de todos con un mínimo de comprensión y paciencia. Ello de un
cierto apoyo para intentar esta vía de superación, antes de dar por perdida la
causa...
La soledad
Ser uno mismo quiere decir, al mismo tiempo, no ser otro. Es
distinguirse entre Yo y Tu. Por consiguiente, nunca hubiéramos llegado a ser
nosotros mismo sin los demás.
Todo ello resulta obvio si pensamos que debemos nuestra existencia a
nuestros progenitores, y por extensión, al conjunto de la sociedad. Nuestro
mundo es de socios, mundo social, y en él estamos rodeados de las posibilidades
y realidades que nos envuelven. Nuestra vida se hace impensable sin un entorno
que la alimente y proporciona una razón de ser.
El sentido de nuestra vida, el placer y la satisfacción, dependen del
hilo de nuestras relaciones con los demás. De ese ir y volver de los otros a
nuestros deseos y de estos a los otros.
Claro está que el camino de ida y regreso, el constante intercambio con
nuestro medio social, puede ser fácil y exitoso, o bien conflictivo y
frustrante. Cuando las relaciones con los demás fallan, sólo tenemos el
movimiento de retorno, de repliegue sobre nosotros mismos, y entonces, nuestro
aislamiento es triste, doloroso e incluso torturante.
Cuando las relaciones sociales se rasgan, se trunca a la par la ilusión
de vivir, inundando a la persona que no sale de sí misma, con una angustia que
le corroe.
El sujeto que no se vierte al exterior, que no se manifiesta,
guardándose su mundo íntimo, sus anhelos y preocupaciones para sí, acaba
teniendo para los demás una semi-existencia: se le puede responder con
amabilidad y cortesía, pero la relación con ella es hueca, evanescente, no deja
huella ni conmociona. tampoco a la persona se sirven en una situación así,
tales conversaciones superficiales ni los formalismos educados, tópicos y
formales. Se siente vacío, nostálgico, y en su fuero interno experimenta
tristeza. Incluso en ocasiones se pregunta a sí mismo si existe o es una
marioneta sin la fuerza y la garra de las personas auténticas y verdaderas.
A medida que pasa el tiempo, la soledad se acentúa en forma de acritud y
desaliento. El sujeto sólo habla lo imprescindible, si es que alguna vez cruza
palabra con alguien al que no tiene otro remedio que hablar. Contra más
reconcentrado en sí mismo y hostil al mundo se vuelve, más lacerante es la
nostalgia de relaciones humanas cálidas, pero mayor la parálisis que le embarga
para emprenderlas.
La mirada del solitario pasa de la hostilidad a un mundo que parece
haberle abandonado a su suerte como una especie de castigo injusto por un
delito que no se sabe cual es, hasta una mirada desolada que espera aún algún
milagro. Estas últimas especies de llamadas de socorro no suelen surtir ningún
efecto, o peor, provocan la reacción contraria a la ansiada.
El solitario emite, para los que le ven, una especie de tufo mortal que
les hace sentir un religioso temor y recelo. Tal suspicacia del espectador al
que se dirige en potencia el solitario con la mirada (a menudo está tan solo
que no mira de frente, sino cuando sabe que no es observado, de reojo, o
disimulado entre la multitud, u oculto) desespera al solitario más si cabe.
Desearía atraer a los otros, acercarlos, que se volcarán sobre él, y ve
que los espanta con esa sobre-dosis de necesidad.
La gente no quiere hacerse cargo de sus dificultades y carencias,
esperan que el solitario haga el esfuerzo de superarse y lugar por ser
aceptado, "como hace todo el mundo".
Hay un profundo desacuerdo entre lo que el solitario pide con la mirada,
y lo que los otros estarían dispuestos a hacer sólo si se cumplen los
requisitos corrientes de reciprocidad de vínculos (en los que el que más
quiere, por ejemplo, es el primero que tiene que pedir e insistir que se le dé
un extra).
Desde la perspectiva del solitario lo que se le exige para ser aceptado
y querido es abusivo, es una crueldad, y en ese sentimiento de injusticia basa
su despecho, y centra allí el pretexto para no intentarlo. Pero a no tardar, la
necesidad de compañía, de calor humano, le vuelve a girar el círculo donde está
aprisionado.
Bajo el punto de vista de las personas integradas, la reciprocidad y la
norma de que quien pide ha de tomar la iniciativa, son intocables. El que se
rige por tales pautas en su vida corriente, da y recibe en una proporción que
le parece la justa (de lo contrario protesta y lucha hasta conseguir su
equilibrio). Intuye que el solitario le va a pedir más de lo que le dará a
cambio. Lo ve como un pozo sin fondo, que no va a saber contenerse y tenerle
suficientemente en cuenta, y piensa algo así: primero que se modere, que se
calme, y después todo lo que quiera. Está mal dispuesto a darle un crédito a
fondo perdido.
La persona integrada, al pensar de esta manera, puede ser egoísta en
exceso, pero también puede no serlo especialmente. Esto es, en lo que toca a su
prójimo está dispuesto a dar, pero en lo que respecta a sí mismo quiere
tratarse bien, tan bien como el solitario le gustaría que le tratasen, o mejor
aún, de una manera equilibrada.
La persona necesitada puede pedir aquel tipo de cosas que quien quiere
que se las dé está dispuesto a concederselas respetándose a sí mismo, y no
ayudar tanto que luego sea él mismo el necesitado.
El problema, aparte del egoísmo, suele consistir en que el que pide, más
que pedir suele exigir, ordenar o presionar con alguna suerte de rencoroso
chantaje, con lo cual ataca la versión de dignidad del posible donador, que
para dar necesita sentirse libre, ser generoso a su aire. Las relaciones
amistosas nunca podrán tratarse con la obligatoriedad que conllevan las
comerciales.
Cuáles son las causas de esa discordia entre el sujeto y su mundo? Vamos
a encontrarlas como resultados de sucesivos fracasos en los planes del sujeto.
Puede ser que falle el plan mismo, los medios para lograrlo o las personas con
las que contaba. Analicémoslo un poco:
(i) El fallo del plan de vida:
Una persona va tejiendo y destejiendo, a lo largo de su vida, proyectos
a medida que corrige imposibilidades y cambios de orientación. Pero en la
madurez suele haber un mayor aclaramiento respecto a lo que se desea de la
vida.
El diseño de los deseos más importantes que se seleccionan, pretenden
responder a las facetas humanas que más importantes son para el sujeto: confort
material, vida amorosa, profesional, socio-cultural. Cada una de estas áreas
ocupa un lugar en su vida cotidiana, y por lo tanto su bienestar depende de
varios frentes a la vez.
Claro que presentamos un ideal, una especie de hombre renacentista muy
completo. Nos interesa señalar cómo una persona planifica una vida rica y bien
integrada para entender el caso contrario, en el que la planificación se limita
a sólo alguna faceta, y puede que hasta mal.
Las sensaciones de intensidad y placer provienen del éxito en la
realización de las distintas expectativas de la vida. Si una persona planifica
mal, al llegar a la vejez se encuentra vacío y empobrecido, con una penosa
impresión de fracaso.
El éxito vital, por tanto, viene ligado a la integración social de la
persona en múltiples roles. Lo contrario de integración es aislamiento,
soledad. Se trata aquí de una soledad que proviene de haber calculado corto, de
no haber cuidado de ambicionar múltiples intereses vitales. Así, muchas
personas no dan importancia a las relaciones sociales fuera de las familiares,
o no se preocupan de la calidad de sus vínculos intrafamiliares, o no tienen
otros intereses que los de su trabajo, o viven su tiempo libre en el
aturdimiento de la modorra. Tener proyectos entre manos es una fuente de
motivación, interés y vitalidad. Lo contrario es convertir la vida en algo
insulso y rutinario.
Especial relevancia tendrán aquellos que impliquen relaciones con los
demás: intereses recreativos, culturales, cuidado de las amistades, intensas y
profundas, ricas relaciones familiares... Este tipo de proyectos que llamaremos
de "calidad humana" están llenos de dificultades, y por milagro o por
inercia nunca aparecen: el cultivo de la amistad, la lucha por la comunicación
y el entendimiento familiar, la dificultad de llevar adelante con firmeza
intereses sociales y culturales, implica soportar ciertos riesgos y esfuerzos a
los que muchos renuncian por comodidad, pereza, derrotismo; en nombre de
alivios o bien placeres inmediatos, o por capricho, que más tarde resultan
placeres efímeros o incluso conducen a la soledad y al agravamiento del
deterioro en la vejez.
Hay un grupo reducido de personas a las que en vez de faltarles los
planes vitales por quedarse cortos de cálculo, tienen dificultades de carácter,
como excesiva timidez, impaciencia, egoísmo rematado, irascibilidad,
intolerancia despótica, etc. A lo largo de este capítulo juega un papel
relevante la cultura. La pobreza, en un sentido amplio, se ve agrandada por el
desinterés general de la sociedad en inculcar a sus miembros, valores que se
escapen de lo estrictamente económico o profesional.
Resulta chocante que podamos viajar a planetas que se encuentran a
millones de kilómetros de nosotros, sin haber logrado entendernos con nuestros
familiares, amigos y vecinos, y aún a duras penas sepamos disfrutar de nuestra
vida.
(ii) El fallo de las estrategias
Cuando el sujeto tiene objetivos claros, y está motivado para
realizarlos, puede fracasar a la hora de llevarlos a cabo. Por ejemplo, en el
momento de la jubilación o finalizamiento de las obligaciones familiares, una
persona puede tener una serie de planes ideales: dará más importancia a los
amigos, reemprenderá aficiones relegadas, etc. Pero se atasca a la hora de
conseguir amigos con los que mantener una relación afectivamente cálida, o no
acierta con las actividades adecuadas, o no calcula suficientemente bien las
condiciones que le plantean los demás. En suma, puede resultar al anciano y al
jubilado tan difícil realizar sus aspiraciones como al adolescente integrarse
en el mundo adulto.
(iii) fallo de los otros y el derrumbe físico
Particularmente trágico resulta en la vejez las separaciones que le
imponen las circunstancias. La muerte de familiares y amigos, la vida
independiente de los hijos, vuelven imposible la realización de los planes
vitales previstos.
La muerte de un ser querido le obliga al anciano a dar un vuelco en sus
costumbres, expectativas y necesidades afectivas. Es fácil que se sienta
indefenso y derrotado. Algunos ancianos se prohíben a si mismos el hacerse
ningún tipo de ilusión, censurándose en sus pensamientos cuando deseen nuevas
relaciones afectivas. Lo mismo cabe decir en lo que hace referencia a las
necesidades sexuales y de pareja.
Comenzar nuevas amistades resulta una empresa que para ellos tiene dos
filos: por una parte, se necesita invertir tiempo y esfuerzo, pero por otra, es
la única alternativa de vida afectiva y social que queda. Esta dificultad hace
que muchos se abandonen a una soledad más o menos asumida.
El anciano, también se ve rechazado por los demás por el mero hecho de
ser viejos, como un negro es objeto de prejuicios raciales. Por ello, se las
tiene que ingeniar para buscarse los ambientes adecuados y en los que pueda
resurgir de las tragedias en una atmósfera de calidez.
Capítulo aparte requeriría al aislamiento debido al deterioro físico o a
las limitaciones de una postración por enfermedad, que viene a agravar el
panorama que hemos delineado.
Algunos ancianos tienen una vivencia depresiva frente a las limitaciones
que provoca una edad avanzada, o la cercanía de la muerte; renuncian a la
posible riqueza que podrían obtener rebelándose en lo posible, apostando por
una especie de quietud en la que piensan que no sufrirán, aunque no suele dar el
resultado perseguido sino que suele agravar la situación.
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