Una nueva belleza

Una nueva belleza
Una nueva belleza que sólo yo reconozco: la que brota de mi alma

lunes, 1 de febrero de 2016

El mito sobre la ataraxia de la vejez. esto es, el anciano no tendría necesidades, ni peticiones consistentes, ni merecimiento para un trato solidario; se convierte en una existencia vacía de sentido por dentro y con la apariencia externa de una caricatura de lo humano (II)

Formación de nuevos hábitos, adaptación
La adopción de hábitos nuevos en la vejez, resulta accesible en la medida en la que las condiciones de adaptación le resulten mínimamente aceptables, esto es, en una atmósfera amable y animadora, y en la que preferiblemente se conquista su propia ilusión de cambiar.
Por lo demás, la formación del nuevo hábito posee las reglas generales: para construir una costumbre se requiere un primer tiempo de lucha. Supongamos que alguien quiere adquirir el gusto por la lectura. Al inicio cualquier cosa le distraerá, se agotará rápidamente, desesperará por la lentitud con la que avanza, etc. Sólo después de reiterados intentos, se logra que la lectura sea aceptablemente cómoda, agradable y espontáneamente ejecutada, sin obligarse duramente a ello. Desde luego, que antes de este después de lograrlo parece todo el proceso como artificial, demasiado arduo y penoso, para nombrar las quejas más usuales.
El problema mayor para la adquisición de un nuevo hábito de adaptación es que el sujeto mira exclusivamente los inconvenientes y las molestias inmediatas que le acarrea el aprendizaje o el ejercicio. Frente a tales dificultades, algunos se irritan y abandonan. Quienes se animan a trabajar para obtener el premio del después, al final les compensa lo invertido, porque ven realizados sus deseos de adaptarse placenteramente a la nueva situación.
Podemos encontrarnos con el caso de que un anciano estaría encantado de encontrarse mejor, física y intelectualmente, pero que se niegue a realizar los sacrificios necesarios para ello. Los resultados no se consiguen por arte de magia.
Hay ancianos a los que les resulta muy ingrato hacer esfuerzos para adaptarse a su situación. Se deprimen con facilidad, se irritan y se quejan que, a su edad tengan que seguir soportando engorros. Su tendencia a la comodidad choca con la idea de luchar por un placer mayor. Por esta razón corren el peligro de que un excesivo conformismo les conduzca a la idea de derrota, a dejarse llevar por una idea de fatalidad, a la que en buena parte contribuyen al no luchar en lo posible contra ella a fin de evitarla..
Las personas que rodean a estos últimos ancianos se ven envueltas en un delicado conflicto moral: por un lado quieren servir al anciano, pero el anciano quiere ser ayudado en el sentido de que se le ahorre en lo posible todo esfuerzo doloroso, mientras que por otro lado, las personas que lo atienden desean hacerlo en el sentido que a ellas mismas les parece mejor para el anciano. Cómo solucionar el conflicto?.
Hay que comprender que imponer una ayuda por el otro no desea es caer en una tiranía, y que renunciar por completo a la personalidad del que tiene que ayudar para complacer al anciano en todo es caer en una especie de esclavitud. Si pensamos en términos de una solución aceptable para todos habrá que actuar afinando la puntería, y no actuando con precipitación. Para ello se ha de comenzar un proceso de seducción para llegar a convencer al anciano de en qué medida se beneficiaria de un cambio, hasta que éste le resulte espontáneamente apetecible. A continuación, valorar con él el esfuerzo que se ha de invertir, y la manera de que sea aceptable (con qué ritmo, la influencia de la aceptación, los pequeños avances que se realizan, el apoyo constante con el que se le acompaña, que no está obligado a nada si no lo quiere realmente, etc). Si es anciano acepta la transacción, y el ayudante también tiene en cuenta las dificultades específicas del anciano, la relación de ayuda reviste las características más productivas y benéficas, en las que hay tanto afecto libre y generoso como afán de superación. Después se trata de acompañar al anciano durante todo el proceso, de manera de no dejarlo en la estacada cuando tiene dificultades, o de corregir los ritmos cuando no sean los adecuados, así como para poderlo animar en los momentos de desánimo que en todo aprendizaje hay.
De esta forma podemos llegar a la conclusión de que la solución frente al problema moral des desacuerdo en el sentido de la ayuda es superada a satisfacción de todos con un mínimo de comprensión y paciencia. Ello de un cierto apoyo para intentar esta vía de superación, antes de dar por perdida la causa... 
 
La soledad
Ser uno mismo quiere decir, al mismo tiempo, no ser otro. Es distinguirse entre Yo y Tu. Por consiguiente, nunca hubiéramos llegado a ser nosotros mismo sin los demás.
Todo ello resulta obvio si pensamos que debemos nuestra existencia a nuestros progenitores, y por extensión, al conjunto de la sociedad. Nuestro mundo es de socios, mundo social, y en él estamos rodeados de las posibilidades y realidades que nos envuelven. Nuestra vida se hace impensable sin un entorno que la alimente y proporciona una razón de ser.
El sentido de nuestra vida, el placer y la satisfacción, dependen del hilo de nuestras relaciones con los demás. De ese ir y volver de los otros a nuestros deseos y de estos a los otros.
Claro está que el camino de ida y regreso, el constante intercambio con nuestro medio social, puede ser fácil y exitoso, o bien conflictivo y frustrante. Cuando las relaciones con los demás fallan, sólo tenemos el movimiento de retorno, de repliegue sobre nosotros mismos, y entonces, nuestro aislamiento es triste, doloroso e incluso torturante.
Cuando las relaciones sociales se rasgan, se trunca a la par la ilusión de vivir, inundando a la persona que no sale de sí misma, con una angustia que le corroe.
El sujeto que no se vierte al exterior, que no se manifiesta, guardándose su mundo íntimo, sus anhelos y preocupaciones para sí, acaba teniendo para los demás una semi-existencia: se le puede responder con amabilidad y cortesía, pero la relación con ella es hueca, evanescente, no deja huella ni conmociona. tampoco a la persona se sirven en una situación así, tales conversaciones superficiales ni los formalismos educados, tópicos y formales. Se siente vacío, nostálgico, y en su fuero interno experimenta tristeza. Incluso en ocasiones se pregunta a sí mismo si existe o es una marioneta sin la fuerza y la garra de las personas auténticas y verdaderas.
A medida que pasa el tiempo, la soledad se acentúa en forma de acritud y desaliento. El sujeto sólo habla lo imprescindible, si es que alguna vez cruza palabra con alguien al que no tiene otro remedio que hablar. Contra más reconcentrado en sí mismo y hostil al mundo se vuelve, más lacerante es la nostalgia de relaciones humanas cálidas, pero mayor la parálisis que le embarga para emprenderlas.
La mirada del solitario pasa de la hostilidad a un mundo que parece haberle abandonado a su suerte como una especie de castigo injusto por un delito que no se sabe cual es, hasta una mirada desolada que espera aún algún milagro. Estas últimas especies de llamadas de socorro no suelen surtir ningún efecto, o peor, provocan la reacción contraria a la ansiada.
El solitario emite, para los que le ven, una especie de tufo mortal que les hace sentir un religioso temor y recelo. Tal suspicacia del espectador al que se dirige en potencia el solitario con la mirada (a menudo está tan solo que no mira de frente, sino cuando sabe que no es observado, de reojo, o disimulado entre la multitud, u oculto) desespera al solitario más si cabe.
Desearía atraer a los otros, acercarlos, que se volcarán sobre él, y ve que los espanta con esa sobre-dosis de necesidad.
La gente no quiere hacerse cargo de sus dificultades y carencias, esperan que el solitario haga el esfuerzo de superarse y lugar por ser aceptado, "como hace todo el mundo".
Hay un profundo desacuerdo entre lo que el solitario pide con la mirada, y lo que los otros estarían dispuestos a hacer sólo si se cumplen los requisitos corrientes de reciprocidad de vínculos (en los que el que más quiere, por ejemplo, es el primero que tiene que pedir e insistir que se le dé un extra).
Desde la perspectiva del solitario lo que se le exige para ser aceptado y querido es abusivo, es una crueldad, y en ese sentimiento de injusticia basa su despecho, y centra allí el pretexto para no intentarlo. Pero a no tardar, la necesidad de compañía, de calor humano, le vuelve a girar el círculo donde está aprisionado.
Bajo el punto de vista de las personas integradas, la reciprocidad y la norma de que quien pide ha de tomar la iniciativa, son intocables. El que se rige por tales pautas en su vida corriente, da y recibe en una proporción que le parece la justa (de lo contrario protesta y lucha hasta conseguir su equilibrio). Intuye que el solitario le va a pedir más de lo que le dará a cambio. Lo ve como un pozo sin fondo, que no va a saber contenerse y tenerle suficientemente en cuenta, y piensa algo así: primero que se modere, que se calme, y después todo lo que quiera. Está mal dispuesto a darle un crédito a fondo perdido.
La persona integrada, al pensar de esta manera, puede ser egoísta en exceso, pero también puede no serlo especialmente. Esto es, en lo que toca a su prójimo está dispuesto a dar, pero en lo que respecta a sí mismo quiere tratarse bien, tan bien como el solitario le gustaría que le tratasen, o mejor aún, de una manera equilibrada.
La persona necesitada puede pedir aquel tipo de cosas que quien quiere que se las dé está dispuesto a concederselas respetándose a sí mismo, y no ayudar tanto que luego sea él mismo el necesitado.
El problema, aparte del egoísmo, suele consistir en que el que pide, más que pedir suele exigir, ordenar o presionar con alguna suerte de rencoroso chantaje, con lo cual ataca la versión de dignidad del posible donador, que para dar necesita sentirse libre, ser generoso a su aire. Las relaciones amistosas nunca podrán tratarse con la obligatoriedad que conllevan las comerciales.
Cuáles son las causas de esa discordia entre el sujeto y su mundo? Vamos a encontrarlas como resultados de sucesivos fracasos en los planes del sujeto. Puede ser que falle el plan mismo, los medios para lograrlo o las personas con las que contaba. Analicémoslo un poco:
(i) El fallo del plan de vida:
Una persona va tejiendo y destejiendo, a lo largo de su vida, proyectos a medida que corrige imposibilidades y cambios de orientación. Pero en la madurez suele haber un mayor aclaramiento respecto a lo que se desea de la vida.
El diseño de los deseos más importantes que se seleccionan, pretenden responder a las facetas humanas que más importantes son para el sujeto: confort material, vida amorosa, profesional, socio-cultural. Cada una de estas áreas ocupa un lugar en su vida cotidiana, y por lo tanto su bienestar depende de varios frentes a la vez.
Claro que presentamos un ideal, una especie de hombre renacentista muy completo. Nos interesa señalar cómo una persona planifica una vida rica y bien integrada para entender el caso contrario, en el que la planificación se limita a sólo alguna faceta, y puede que hasta mal.
Las sensaciones de intensidad y placer provienen del éxito en la realización de las distintas expectativas de la vida. Si una persona planifica mal, al llegar a la vejez se encuentra vacío y empobrecido, con una penosa impresión de fracaso.
El éxito vital, por tanto, viene ligado a la integración social de la persona en múltiples roles. Lo contrario de integración es aislamiento, soledad. Se trata aquí de una soledad que proviene de haber calculado corto, de no haber cuidado de ambicionar múltiples intereses vitales. Así, muchas personas no dan importancia a las relaciones sociales fuera de las familiares, o no se preocupan de la calidad de sus vínculos intrafamiliares, o no tienen otros intereses que los de su trabajo, o viven su tiempo libre en el aturdimiento de la modorra. Tener proyectos entre manos es una fuente de motivación, interés y vitalidad. Lo contrario es convertir la vida en algo insulso y rutinario.
Especial relevancia tendrán aquellos que impliquen relaciones con los demás: intereses recreativos, culturales, cuidado de las amistades, intensas y profundas, ricas relaciones familiares... Este tipo de proyectos que llamaremos de "calidad humana" están llenos de dificultades, y por milagro o por inercia nunca aparecen: el cultivo de la amistad, la lucha por la comunicación y el entendimiento familiar, la dificultad de llevar adelante con firmeza intereses sociales y culturales, implica soportar ciertos riesgos y esfuerzos a los que muchos renuncian por comodidad, pereza, derrotismo; en nombre de alivios o bien placeres inmediatos, o por capricho, que más tarde resultan placeres efímeros o incluso conducen a la soledad y al agravamiento del deterioro en la vejez.
Hay un grupo reducido de personas a las que en vez de faltarles los planes vitales por quedarse cortos de cálculo, tienen dificultades de carácter, como excesiva timidez, impaciencia, egoísmo rematado, irascibilidad, intolerancia despótica, etc. A lo largo de este capítulo juega un papel relevante la cultura. La pobreza, en un sentido amplio, se ve agrandada por el desinterés general de la sociedad en inculcar a sus miembros, valores que se escapen de lo estrictamente económico o profesional.
Resulta chocante que podamos viajar a planetas que se encuentran a millones de kilómetros de nosotros, sin haber logrado entendernos con nuestros familiares, amigos y vecinos, y aún a duras penas sepamos disfrutar de nuestra vida.
(ii) El fallo de las estrategias
Cuando el sujeto tiene objetivos claros, y está motivado para realizarlos, puede fracasar a la hora de llevarlos a cabo. Por ejemplo, en el momento de la jubilación o finalizamiento de las obligaciones familiares, una persona puede tener una serie de planes ideales: dará más importancia a los amigos, reemprenderá aficiones relegadas, etc. Pero se atasca a la hora de conseguir amigos con los que mantener una relación afectivamente cálida, o no acierta con las actividades adecuadas, o no calcula suficientemente bien las condiciones que le plantean los demás. En suma, puede resultar al anciano y al jubilado tan difícil realizar sus aspiraciones como al adolescente integrarse en el mundo adulto.
(iii) fallo de los otros y el derrumbe físico
Particularmente trágico resulta en la vejez las separaciones que le imponen las circunstancias. La muerte de familiares y amigos, la vida independiente de los hijos, vuelven imposible la realización de los planes vitales previstos.
La muerte de un ser querido le obliga al anciano a dar un vuelco en sus costumbres, expectativas y necesidades afectivas. Es fácil que se sienta indefenso y derrotado. Algunos ancianos se prohíben a si mismos el hacerse ningún tipo de ilusión, censurándose en sus pensamientos cuando deseen nuevas relaciones afectivas. Lo mismo cabe decir en lo que hace referencia a las necesidades sexuales y de pareja.
Comenzar nuevas amistades resulta una empresa que para ellos tiene dos filos: por una parte, se necesita invertir tiempo y esfuerzo, pero por otra, es la única alternativa de vida afectiva y social que queda. Esta dificultad hace que muchos se abandonen a una soledad más o menos asumida.
El anciano, también se ve rechazado por los demás por el mero hecho de ser viejos, como un negro es objeto de prejuicios raciales. Por ello, se las tiene que ingeniar para buscarse los ambientes adecuados y en los que pueda resurgir de las tragedias en una atmósfera de calidez.
Capítulo aparte requeriría al aislamiento debido al deterioro físico o a las limitaciones de una postración por enfermedad, que viene a agravar el panorama que hemos delineado.
Algunos ancianos tienen una vivencia depresiva frente a las limitaciones que provoca una edad avanzada, o la cercanía de la muerte; renuncian a la posible riqueza que podrían obtener rebelándose en lo posible, apostando por una especie de quietud en la que piensan que no sufrirán, aunque no suele dar el resultado perseguido sino que suele agravar la situación.


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