La cara de vidrio: Resurrecciones televisadas
El pasado domingo presenciamos en las pantallas de televisión del mundo un ¿espectáculo? que difícilmente veremos en Venezuela a corto plazo: un debate entre candidatos a la Presidencia. Lo más cerca que hemos estado en tiempos recientes fue en 2012, cuando los candidatos a las primarias opositoras se enfrentaron entre sí, pero nunca contra el candidato de gobierno.
La idea de un debate televisado, básica en cualquier democracia y tradicional en países como España, es casi una utopía en Venezuela. En nuestro país solo tuvimos tres experiencias similares: una en 1963, cuando Rafael Caldera y Arturo Uslar Pietri se enfrentaron en un encuentro que no incluyó al candidato a la postre ganador: Raúl Leoni; luego en 1983, cuando Rafael Caldera y Jaime Lusinchi se vieron las caras, resultando ganador el adeco, quien opacó al copeyano con su cinismo e ironías; y el tercer y último de estos encuentros, entre Claudio Fermín y Hugo Chávez, cuando este último estaba en bajos niveles de popularidad y debatir contra Fermín, ex dirigente adeco, era una oportunidad de confrontar a un líder de longeva militancia en el principal partido del establishment político, “las cúpulas podridas”, que Chávez intentaba derribar en aquella oportunidad. A posteriori, cuando los números empezaron a sonreírle al entonces líder del MVR, se negó a debatir con Irene Sáez o Henrique Salas Römer, sus contrincantes de mayor peso. Y eso es todo: tres debates, dos de ellos de candidatos minoritarios, en 58 años de elecciones.
En paralelo, hay una historia de candidatos pidiendo debates. Como Luis Herrera Campins, que le exigió a Piñerúa un encuentro (tal vez el peor error en la carrera política del adeco fue no haber aceptado, no solo por haber perdido los comicios, sino porque después demostró –en un debate posterior a las elecciones con el dirigente Rafael Caldera– sus enormes dotes como polemista). O Arias Cárdenas, que calificó a su entonces contrincante y ex aliado Hugo Chávez de ser una “gallina” por negarse a una confrontación televisada.
Pero no es así en Estados Unidos, donde los debates son una tradición e incluso determinantes en la carrera hacia la Casa Blanca. Así ocurrió con el sudoroso Richard Nixon que todos los norteamericanos vieron en la todavía incipiente televisión balbuceando frente a John F. Kennedy y luego perdiendo una elección que parecía tener asegurada. O cuando Reagan, primero contra Jimmy Carter y luego contra Walter Mondale, hizo de su carisma el arma más potente para hacer que los estadounidenses lo eligieran y reeligieran presidente.
El pasado domingo todo parecía estar servido para que Donald Trump, el populista y prepotente candidato republicano, tuviera una noche de terror. La publicación de una grabación privada en el ínterin de una entrevista televisiva once años atrás, en la que el multimillonario hablaba de su poderío como hombre de negocios que podía hacer lo que se propusiera con las mujeres, incluyendo “grab them by the pussy”, parecía un golpe mortal al hígado de un político que había hecho de su patanería y arrogancia una marca personal, pero que se veía ahora inmiscuido en un escándalo que le afectaba frente a los electores que otrora se identificaban con él. Porque el votante neoconservador perdona todo: racismo, machismo, homofobia, xenofobia, excepto una cosa: la violación de los valores tradicionales. Por eso, antes del debate, líderes icónicos del Partido Republicano como Condolezza Rice y John McCain habían salido públicamente a exigir la renuncia de Trump a la candidatura.
¿Cómo se recupera un candidato de algo así? La respuesta está en la naturaleza del liderazgo de Trump: un populista televisivo que ha adoptado, de manera notable, todo lo peor de la actual cultura televisiva, y lo ha hecho el santo y seña de su campaña electoral.
Trump es arrogante, como una estrella de reality show; no en balde protagonizó uno en el que se divertía despidiendo de forma jaquetona a los eliminados. Es descarado, como un joven que “filtra” un video sexual en Internet; esos videos que llevan a los hombres a ser estrellas y a las mujeres que no se apellidan Hilton o Kardashian al suicidio. El líder republicano hace de sus defectos algo de lo cual enorgullecerse, y sobre lo que es recomendable no solo no ocultarlos, sino relamerse en público con fruición. Donald Trump es el político de una forma de entender la comunicación moderna y que ha tenido en ciertos reality shows una de sus más contundentes expresiones.
Eso es lo que muchos analistas no han entendido. Y seguro no lo entendieron el pasado domingo, cuando luego de quince minutos en los que parecía que estaba hundido, el candidato republicano logró darle la vuelta a todo y sacar de quicio a su contendora, a la que se dio el lujo de amenazar con cárcel. Terminó incluso, cuando se le preguntó cuál cualidad de su competidora admiraba, reflejándose en ella al destacar el espíritu de lucha de Hillary Clinton, “quien nunca se rinde” –“igual que yo”, pareció escucharse entre líneas–, mientras reía sabiéndose recuperado y a salvo. Todo allí, en televisión mundial, y frente a miles de analistas, que siguen sin entender el fenómeno del que son parte tantos otros líderes políticos como Berlusconi y Chávez: autoritarios de raigambre televisiva.
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