Nuevos tiempos
ROGER VILAIN
El Universal 20 de narzo 2015 pág. 1-7
Parece que la gente se toma la molestia de ir contigo al cine, o a almorzar, y de antemano debes estar agradecido. Los tiempos cambian, qué se le va a hacer, y semejantes cambios te aplastan de golpe la nariz, te dicen como si nada y a los cuatro vientos: oye tú, mira que te estás poniendo viejo. Como si envejecer fuese algo del otro mundo. Como si el paso de los años por fuerza tendría que suponer alguna maldición divina.
A lo que voy: los tiempos cambian, pero semejante dinámica te cae de perlas o es un trancazo en la espinilla según el cristal con que lo mires. Salgo a almorzar con Lucía, compañera de liceo a quien no veo desde hace una punta de años. Todo a punto, todo rosadito hasta que suena el celular. Y si no suena, pues será ella quien haga a cada minuto las llamadas. Y si no es charla clásica, vía oralidad telefónica monda y lironda, va a ser conversación escrita, con cigarrillo entre el índice y el medio, por los recovecos del chat. Pasan los minutos, muchos, la sopa se enfría, yo miro al techo, qué pobre sensación de desperdicio. Es que envejezco como buena bestia. Como lo que soy.
Antes, diría mi abuelita, almorzar era almorzar, con hola y qué tal y cuéntame y te cuento y mira a Alejandra lo grande que está. Almorzar era plantarse ante la mesa con la carga de significaciones ya sabidas que el verbo en cuestión lleva soplada hasta las entrañas. Pero resulta que llego con mi amiga al Jardin Des Crepes y ella enfrente y yo aquí, acomodándome la servilleta sobre las piernas, y entonces la señora hace de las suyas, coge el celular o abre el periódico (da lo mismo) y hay que comprender que el mundo es así, que éste es el siglo XXI, el mejor de todos los habidos y por haber, de modo que tranquilo, muchacho, tranquilo, búscate unas damas chinas o enciende la radio de tu móvil hasta el fin de la jornada y se acabó. Cada quien en lo suyo.
Hay que ver. A veces piensa uno que compartir ritos o quehaceres presupone el ámbito para la aventura transformada en diálogo, para la faena de burlar el presente hasta dulcificarlo en función de remembranzas que echan una siesta en algún lugar de lo que eres. Crees que poco basta para convidar lo que se ha ido: algunos escenarios para renovar, frotándote las manos, tiempos aplastados por los minuteros.
Uno va a ese restaurante dispuesto a sacarle los mocos a los años, es decir, a hablar hasta por los codos de lo humano y lo divino, de los tiempos idos y blablablá, pero fíjate que si la susodicha te cambia por el celular eso es lo más normal del universo. Es preciso paciencia, comprensión. En cambio, cuando la mandas a pasear por las calles del nunca jamás eres un vejuco amargadete, lo que se dice un patán intransigente, premoderno, incapaz de asimilar que el siglo XXI es el siglo XXI y lo demás paja para los equinos. Ahí lo tienes: el glamour de las tecnologías trepándote hasta el cuello.
Con toda parsimonia me acerqué hasta el plato, alcé la crem-de-fois-a-la-turtié, o como se llame, y le di media vuelta justo encima de su linda cabellera rubia. Gritó como Naomi Watts en King Kong. Salí a la calle sonriente, vengado, feliz. La ciudad permanecía como si nada.
rvil35@gmail.com
A lo que voy: los tiempos cambian, pero semejante dinámica te cae de perlas o es un trancazo en la espinilla según el cristal con que lo mires. Salgo a almorzar con Lucía, compañera de liceo a quien no veo desde hace una punta de años. Todo a punto, todo rosadito hasta que suena el celular. Y si no suena, pues será ella quien haga a cada minuto las llamadas. Y si no es charla clásica, vía oralidad telefónica monda y lironda, va a ser conversación escrita, con cigarrillo entre el índice y el medio, por los recovecos del chat. Pasan los minutos, muchos, la sopa se enfría, yo miro al techo, qué pobre sensación de desperdicio. Es que envejezco como buena bestia. Como lo que soy.
Antes, diría mi abuelita, almorzar era almorzar, con hola y qué tal y cuéntame y te cuento y mira a Alejandra lo grande que está. Almorzar era plantarse ante la mesa con la carga de significaciones ya sabidas que el verbo en cuestión lleva soplada hasta las entrañas. Pero resulta que llego con mi amiga al Jardin Des Crepes y ella enfrente y yo aquí, acomodándome la servilleta sobre las piernas, y entonces la señora hace de las suyas, coge el celular o abre el periódico (da lo mismo) y hay que comprender que el mundo es así, que éste es el siglo XXI, el mejor de todos los habidos y por haber, de modo que tranquilo, muchacho, tranquilo, búscate unas damas chinas o enciende la radio de tu móvil hasta el fin de la jornada y se acabó. Cada quien en lo suyo.
Hay que ver. A veces piensa uno que compartir ritos o quehaceres presupone el ámbito para la aventura transformada en diálogo, para la faena de burlar el presente hasta dulcificarlo en función de remembranzas que echan una siesta en algún lugar de lo que eres. Crees que poco basta para convidar lo que se ha ido: algunos escenarios para renovar, frotándote las manos, tiempos aplastados por los minuteros.
Uno va a ese restaurante dispuesto a sacarle los mocos a los años, es decir, a hablar hasta por los codos de lo humano y lo divino, de los tiempos idos y blablablá, pero fíjate que si la susodicha te cambia por el celular eso es lo más normal del universo. Es preciso paciencia, comprensión. En cambio, cuando la mandas a pasear por las calles del nunca jamás eres un vejuco amargadete, lo que se dice un patán intransigente, premoderno, incapaz de asimilar que el siglo XXI es el siglo XXI y lo demás paja para los equinos. Ahí lo tienes: el glamour de las tecnologías trepándote hasta el cuello.
Con toda parsimonia me acerqué hasta el plato, alcé la crem-de-fois-a-la-turtié, o como se llame, y le di media vuelta justo encima de su linda cabellera rubia. Gritó como Naomi Watts en King Kong. Salí a la calle sonriente, vengado, feliz. La ciudad permanecía como si nada.
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